jueves, 20 de octubre de 2011

de viaje



Junio 2011.
Sentadas en la terraza de un bar, no era la típica tarde de verano. Más bien nos parecía estar asistiendo al inicio de otoño con entradas de primera fila. La brisa fresca te obligaba a mantener el cuerpo a salvo de la intemperie. Llovía y habíamos trabajado más de doce horas. Los pitillos y la cerveza se consumían como nuestros frágiles ánimos. Inevitablemente, nuestras sandalias se iban mojando al ritmo de la tormenta. Y a medida que lo hacían, se me pasó por la cabeza lo agradable que sería estar con los pies cerca de la orilla del mar sintiendo el sol sobre nosotras. Y fue precisamente en ese instante, cuando ella me miró, que yo no reprimí mis ganas de hablarle de huir. Bastaron 1.800 segundos. Cuando encendimos el tercer cigarrillo ya habíamos comprado nuestro destino.

Agosto 2011.
Subimos a un avión con destino a Istambul. En cuanto llegamos al aeropuerto buscamos una zona habilitada para fumadores. Un recinto parecido a una jaula, era obvio que parecíamos pájaros que necesitaban emprender el vuelo cuanto antes. No sé cuánto tiempo pasó exactamente hasta que cogimos otro avión, esta vez con destino a Bangkok.
En cuanto aterrizamos, sentí un leve cosquilleo que me recorría los dedos de los pies y me llegaba hasta la espinilla. Tantas horas durmiendo sentada hizo que se me hincharan los pies hasta deformarse. Pero poco a poco empezaron a retomar su forma original. Me vibraban los pies, me vibraba todo el cuerpo.
No perdimos ni un segundo de nuestro tiempo. Otro avión, un barco y un paseo después, nos plantamos en la isla de la que tanto me habían hablado.
Dejamos nuestras cosas tiradas, nos fuimos al agua y pedimos cerveza. Llegamos muy pronto, recuerdo. Pasaba el tiempo pero no recuerdo haber sido consciente en ningún momento del momento en que la claridad dio paso a la oscuridad. Antes de que la playa quedase totalmente ensombrecida, el sol se tomó su tiempo para ponerse. Lloré hasta el agotamiento. Después sentí como si una puerta se cerrase de golpe. La conmoción de cuando el teléfono suena de madrugada. Más tarde, cuando no se veía nada, tumbada sobre unas sábanas rancias, escuché el chirrido de un pájaro sin raza que me recordó que ahí donde suelo vivir, hace frío en diciembre.
A partir de ese día, amanecía cada día, a la misma hora, siempre justo a tiempo. El sol tostaba nuestra piel virgen pero la arena fina, blanca y compacta, nos anestesiaba. No sentíamos dolor dentro de aquel cuadro de paisaje salvaje, de colores casi imposibles de entender. Y medida que el sol iba desapareciendo, la distancia entre el cielo y la arena empezaba a parecer mínima. Se podía distinguir la felicidad posada en cada rincón de ese momento, justo antes de la lluvia del monzón. Relámpago. Treno. Y tras el grito de la nube, jamás un silencio fue tan sepulcral y un sufrimiento tan ajeno.
Los días pasaban imperturbables. Parecía que en ese lugar, la inmortalidad del alma estaba asegurada. Entre olas y nubes soñábamos con mejores horizontes. Sólo el eco del viento chocando con las montañas podía llegar a perturbar la siesta.

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